Un viaje a la condición humana: olvido,
deshumanización, esperanza.
Una
nueva obra sobre el Holocausto. Pero como toda obra nueva sobre el tema es
absolutamente actual. Porque en definitiva se habla de la condición humana, de
su universalidad, de la capacidad intrínseca de producir el mal, de la
supervivencia, de la despersonalización, del fracaso del hombre, también de su
superación, su esperanza y desesperación. Una obra absolutamente desencarnada.
Una descripción aséptica de lo que ocurría en el campo de concentración de
Treblinka contado por un superviviente. Un campo destinado a la muerte. En el
que observamos toda la maquinaria racional y tecnológica puesta al servicio del
exterminio del hombre por el propio hombre.
Un
exterminio que comienza por la deshumanización. Se trata de convertir en cosa,
en objeto al hombre. De esa manera la empatía que pudiese producir su
sufrimiento queda anulada. Pero esa despersonalización no es sólo de cara al
verdugo, sino que se produce en la propia víctima. Ésta al ser despojada de sus
posesiones al llegar al campo, al ser desnudados, pierde su dignidad y se
encaminan como animales dóciles, como ganado, al matadero, asumiendo
sumisamente su destino. Otro factor interesante de esta maquinaria de
exterminio y despersonalización es que el trabajo de toda la cadena que
configura el plan de exterminio lo llevan a cabo los mismos que, tarde o
temprano, serán exterminados. Los verdugos, los asesinos, como son llamados en
la obra, único juicio de valor, el resto es descripción, un diario, por eso es
desolador, se encargan de la vigilancia y de eliminar a todo aquel que se salga
de las normas. O, simplemente, por puro capricho o diversión son eliminados de
mil y una maneras para ver cuál es la mejor.
Y
curioso es también cómo se llega a los campos de exterminio. Hay dos tipos
fundamentales. A aquellos que se les ha prometido un trabajo, que vienen de los
guetos y que ya, de alguna manera se barruntan lo peor, y que al llegar, si no
han muerto o han sido asesinados en el tren donde han sido obligados a subir
con todas sus posesiones, para después serles expoliadas, van a ser divididos y
separados, hombres de mujeres, padres e hijos. Nada tiene sentido social ni
moral. Son objetos y así han de ser tratados. Van a ser exterminados. Pero en
todo este proceso se les sacará incluso su rendimiento. Se les confiscará la
ropa, las joyas, el dinero y todas sus posesiones. Y después de pasar por las
cámaras de gas serán desposeídos de sus piezas de valor, como dientes de oro o
plata, que serán arrancados de cuajo, por sus mismos compañeros, esos que antes
han tomado sus ropas y las han ordenado, quienes los han rapado, porque su pelo
también será aprovechado. Por eso muchos de los presos acaban en el suicidio.
Cada mañana aparecen como mínimo dos o tres ahorcados en los barracones. U otra
forma de suicidio, incumplir las normas para que los guardianes los eliminen
con un disparo en la nuca. La mejor forma de estar en Treblinka es estar
muerto. La desesperación es total, la deshumanización llega al límite.
En los verdugos confluyen dos ideas que
hacen posible su deshumanización. La primera es la ideología nazi y fascista.
La de la raza aria superior y el odio al judío, al comunista, al gitano,
homosexual…y, por otro, la obediencia ciega al sistema, la banalización del
mal, que lo llamo Hanna Arendt. Esta mezcla de odio y obediencia deja las
conciencias perfectamente tranquilas y hace de estos verdugos asesinos y
genocidas personas normales cuando están fuera del campo, e, incluso, “cultos”,
que no humanistas.
La otra forma de llegar al campo es
tremenda, también basada en el engaño, pero más cruel. Son aquellos que han
sido hechos presos, sin conciencia de ello: ingleses, americanos, franceses,
que podían encontrarse de vacaciones en algún país conquistado por Alemania. Y,
precisamente, se los montaba en trenes de lujo, a familias enteras, y se les
comunicaba que los llevaban a cualquier lugar de vacaciones, un viaje de
placer. El choque debería ser brutal al llegar a Treblinka y bajar del tren y
ser apuntados por los guardianes y separados de sus familias despojados de
todas sus posesiones y desnudados. En fin, la obra es escarnecedora, porque es
una descripción, apenas sin reflexión, ni juicios de valor. Se cuenta el
proceso del exterminio con toda la normalidad del mundo. Como cuando llega
Himmler al campo y se queda mirando la fosa de cadáveres, cientos de miles, y
tras un rato (esto fue después de la derrota de Stalingrado, el comienzo del
fin de la guerra) y afirma que los cadáveres deben desaparecer. Que no debe
quedar ni rastro de lo que allí está ocurriendo. Y entonces comienza la
construcción de hornos crematorios que funcionarían día y noche. Se estima que
en diez meses, tirando por las cuentas más bajas, se exterminaron a tres
millones de personas. Hablamos de exterminio, no de guerra.
Y
porqué de nuevo un libro de esto. De algo que todo el mundo sabe. El tema es, a
mi modo de ver, como señala el autor y en un formidable epílogo de Grossman, el
del olvido, la memoria, la justicia y la esperanza. Si olvidamos lo que ocurrió
estamos perdidos, primero porque no rendimos culto a los muertos y, segundo,
porque no nos enfrentamos al demonio interior de la condición humana. Esto lo
hemos hecho nosotros la humanidad. Cualquiera podríamos haber participado. Es
más, participamos de grandes males. Es lo que llamamos el mal consentido. Pero
incluso podríamos participar más directamente resguardándonos en el latiguillo
de que obedecíamos órdenes, de que el sistema es el que hay y hay que obedecer.
Es lo que hacemos continuamente por cobardía. No nos atrevemos a la disidencia,
ni a la desobediencia civil, simplemente por miedo o ignorancia, obecedemos. Y,
la capacidad de realizar el mal radical está en todos. Porque, como decía
Terencio, hombre soy y nada de lo humano me es ajeno. Si cambian las
circunstancias ya veríamos cómo actuábamos. Los héroes son pocos y los
cobardes, la mayoría. Y la omisión es culpa. Es connivencia. Está perfectamente
documentado la participación de intelectuales y científicos en este Holocausto,
como lo está también el silencio cómplice de la sociedad civil. Se conocía,
aunque no fuese en detalle, lo que estaba ocurriendo. La memoria, la historia,
que es la que nos ofrece esa memoria es absolutamente necesaria. No se puede ni
ocultar ni obviar. Debe estudiarse en los planes de estudio, como la guerra
civil en España, como el resultado de un golpe de estado y un posterior plan de
exterminio y genocidio, del que aún no se ha recuperado la memoria. Increíble.
Y recuperar la memoria no es invocar al rencor, sino a la justicia y, de paso,
a la esperanza. Si reconstituimos la justicia en el pasado tendremos la
esperanza de pensar en un mundo mejor para que el mal radical no se vuelva a
producir. Y otra consecuencia importante del recuerdo es que el mal radical no
solo es el que se produjo en el Holocausto, sino que se ha producido durante
todo el siglo XX, la diferencia es la racionalización y mecanización
tecnológica que le dieron los alemanes del nazismo, pero el siglo XX y lo que
va del XXI está plagado de genocidios y exterminios. El propio sistema
capitalista es una forma de exterminio. Como reza el título de un libro: “El
crecimiento mata”. Crecer, acumular riqueza, ha sido posible a costa de otros.
Ha sido posible a costa de un neocolonialismo que se nos derrumba, que ha
producido, desequilibrios políticos, guerras, hambre, miseria, migraciones
masivas…y un agotamiento del planeta del que hemos sobrepasado sus límites.
Es
necesaria la historia para recordar. Y es necesaria la filosofía para saber de
dónde vienen las ideas. Porque bajo el mantra de “para qué sirve la filosofía”
nos encontramos filosofías absolutamente peligrosas que justifican el mal
radical. Como decía el filósofo Reyes Mate, especialista en el judaísmo y en la
memoria histórica, en una conferencia en Cáceres, quizás un poco excesivamente,
el pueblo judío estaba exterminado ya en el sistema hegeliano. Las ideas, unas
veces justifican y otras producen los hechos. El estudio de la historia de la
filosofía es absolutamente necesario para entender el pasado y pensar un
futuro, no utópico por supuesto, que nos dé esperanzas, si es que cabe, sobre
una sociedad más justa o feliz. O, para el escéptico sin esperanza, para
entender por qué nuestra historia no tiene un final feliz, ni puede tenerlo.
Juan Pedro Viñuela Rodríguez,
profesor de Ética y Filosofía del IES "Meléndez Valdés" de
Villafranca de los Barros (Badajoz).
Apuntado queda, me ha parecido muy interesante y en un mes voy a tener mucho tiempo libre para meterle mano... Una maravilla el blog, necesario incluso. Maullidos a repartir!!
ResponderEliminarMuchas gracias por los comentarios, Duncan. Espero que todo vaya bien.
ResponderEliminarSaludos.