Benito
Pérez Galdós (Las Palmas de Gran Canaria, 10 de mayo de 1843 - Madrid, 4 de
enero de 1920) fue un novelista, dramaturgo y cronista español. Se trata de uno
de los principales representantes de la novela realista del siglo XIX y el más
importante escritor de los últimos tiempos.
Érase
un gran edificio llamado Diccionario de la Lengua Castellana,
de tamaño tan colosal y fuera de medida, que, al decir de los cronistas,
ocupaba casi la cuarta parte de una mesa, de estas que, destinadas a varios
usos, vemos en las casas de los hombres. Si hemos de creer a un viejo documento
hallado en viejísimo pupitre, cuando ponían al tal edificio en el estante de su
dueto, la tabla que lo sostenía amenazaba desplomarse, con detrimento de todo
lo que había en ella. Formábanlo dos anchos murallones de cartón, forrados en
piel de becerro jaspeado, y en la fachada, que era también de cuero, se veía,
un ancho cartel con doradas letras, que decían al mundo y a la posteridad el
nombre, y significación de aquel gran monumento.
Por
dentro era mi laberinto tan maravilloso, que ni el mismo de Creta se le
igualara. Dividíanlo hasta seiscientas paredes de papel con sus números
llamados páginas. Cada espacio estaba subdividido en tres corredores o crujías
muy grandes, y en estas crujías se hallaban innumerables celdas, ocupadas por
los ochocientos o novecientos mil seres que en aquel vastísimo recinto tenían
su habitación. Estos seres se llamaban palabras.
***
Una
mañana sintiose gran ruido de voces, patadas, choque de armas, roce de
vestidos, llamamientos y relinchos, como si un numeroso ejército se levantara y
vistiese a toda prisa, apercibiéndose para una tremenda batalla. Y a la verdad,
cosa de guerra debía de ser, porque a poco rato salieron todas o casi todas las
palabras del Diccionario, con fuertes y relucientes armas, formando un
escuadrón tan grande que no cupiera en la misma Biblioteca Nacional. Magnífico
y sorprendente era el espectáculo que este ejército presentaba, según me dijo
el testigo ocular que lo presenció todo desde un escondrijo inmediato, el cual
testigo ocular era un viejísimo Flos sanctorum, forrado en pergamino,
que en el propio estante se hallaba a la sazón.
Avanzó
la comitiva hasta que estuvieron todas las palabras fuera del edificio. Trataré
de describir el orden y aparato de aquel ejército, siguiendo fielmente la
veraz, escrupulosa y auténtica narración de mi amigo el Flos sanctorum.
Delante
marchaban unos heraldos llamados Artículos, vestidos con magníficas dalmáticas
y cotas de finísimo acero: no llevaban armas, y si los escudos de sus señores
los Sustantivos, que venían un poco más atrás. Éstos, en número casi infinito,
eran tan vistosos y gallardos que daba gozo verlos. Unos llevaban
resplandecientes armas del más puro metal, y cascos en cuya cimera ondeaban
plumas y festones; otros vestían lorigas de cuero finísimo, recamadas de oro y
plata; otros cubrían sus cuerpos con luengos trajes talares, a modo de
senadores venecianos. Aquéllos montaban poderosos potros ricamente enjaezados,
y otros iban a pie. Algunos parecían menos ricos y lujosos que los demás; y aun
puede asegurarse que había bastantes pobremente vestidos, si bien éstos eran
poco vistos, porque el brillo y elegancia de los otros, como que les ocultaba y
obscurecía. Junto a los Sustantivos marchaban los Pronombres, que iban a pie y
delante, llevando la brida de los caballos, o detrás, sosteniendo la cola del
vestido de sus amos, ya guiándoles a guisa de lazarillos, ya dándoles el brazo
para sostén de sus flacos cuerpos, porque, sea dicho de paso, también había
Sustantivos muy valetudinarios y decrépitos, y algunos parecían próximos a
morir. También se veían no pocos Pronombres representando a sus amos, que se
quedaron en cama por enfermos o perezosos, y estos Pronombres formaban en la
línea de los Sustantivos como si de tales hubieran categoría. No es necesario
decir que los había de ambos sexos; y las damas cabalgaban con igual donaire
que los hombres, y aun esgrimían las armas con tanto desenfado como ellos.
Detrás
venían los Adjetivos, todos a pie; y eran como servidores o satélites de los
Sustantivos, porque formaban al lado de ellos, atendiendo a sus órdenes para
obedecerlas. Era cosa sabida que ningún caballero Sustantivo podía hacer cosa
derecha sin el auxilio, de un buen escudero de la honrada familia de los
Adjetivos; pero éstos, a pesar de la fuerza y significación que prestaban a sus
amos, no valían solos ni un ardite, y se aniquilaban completamente en cuanto
quedaban solos. Eran brillantes y caprichosos sus adornos y trajes, de colores
vivos y formas muy determinadas; y era de notar que cuando se acercaban al amo,
éste tomaba el color y la forma de aquéllos, quedando transformado al exterior,
aunque en esencia el mismo.
Como a
diez varas de distancia venían los Verbos, que eran unos señores de lo más
extraño y maravilloso que puede concebir la fantasía.
No es
posible decir su sexo, ni medir su estatura, ni pintar sus facciones, ni contar
su edad, ni describirlos con precisión y exactitud. Basta saber que se movían
mucho y a todos lados, y tan pronto iban hacia atrás como hacia delante, y se
juntaban dos para andar emparejados. Lo cierto del caso, según me aseguré el Flos
sanctorum, es que sin los tales personajes no se hacía cosa a derechas en
aquella República, y, si bien los Sustantivos eran muy útiles, no podían hacer nada
por sí, y eran como instrumentos ciegos cuando algún señor Verbo no los
dirigía. Tras éstos venían los Adverbios, que tenían cataduras de pinches de
cocina; como que su oficio era prepararles la comida a los Verbos y servirles
en todo. Es fama que eran parientes de los Adjetivos, como lo acreditaban
viejísimos pergaminos genealógicos, y aun había Adjetivos que desempeñaban en
comisión la plaza de Adverbios, para lo cual bastaba ponerles una cola o falda
que, decía: mente.
Las
Preposiciones, eran enanas; y más, que personas parecían cosas, moviéndose iban
junto a los Sustantivos para llevar recado a algún Verbo, o viceversa. Las
Conjunciones andaban por todos lados metiendo bulla; y una de ellas
especialmente, llamada que, era el mismo enemigo y a todos los tenía
revueltos y alborotados, porque indisponía a un señor Sustantivo con un señor
Verbo, y a veces trastornaba lo que éste decía, variando completamente el
sentido. Detrás de todos marchaban las interjecciones, que no tenían cuerpo,
sino tan sólo cabeza con gran boca siempre abierta. No se metían con nadie, y
se manejaban solas; que, aunque pocas en número, es fama que sabían hacerse
valer.
De
estas palabras, algunas eran nobilísimas, y llevaban en sus escudos delicadas
empresas, por donde se venía en conocimiento de su abolengo latino o árabe;
otras, sin alcurnia antigua de que vanagloriarse, eran nuevecillas, plebeyas o
de poco más o menos. Las nobles las trataban con desprecio. Algunas había
también en calidad de emigradas de Francia, esperando el tiempo de adquirir
nacionalidad. Otras, en cambio, indígenas hasta la pared de enfrente, se caían
de puro viejas, y yacían arrinconadas, aunque las demás guardaran consideración
a sus arrugas; y las había tan petulantes y presumidas, que despreciaban a las demás
mirándolas enfáticamente.
Llegaron
a la plaza del Estante y la ocuparon de punta a punta. El verbo Ser hizo una
especie de cadalso o tribuna con dos admiraciones y algunas comas que por allí
rodaban, y subió a él con intención de despotricarse; pero le quitó la palabra
un Sustantivo muy travieso y hablador, llamado Hombre, el cual, subiendo
a los hombros de sus edecanes, los simpáticos Adjetivos Racional y Libre,
saludó a la multitud, quitándose la
H, que a guisa de sombrero le cubría, y empezó a hablar en
estos o parecidos términos:
«Señores:
La osadía de los escritores españoles ha irritado nuestros ánimos, y es preciso
darles justo y pronto castigo. Ya no les basta introducir en sus libros
contrabando francés, con gran detrimento de la riqueza nacional, sino que
cuando por casualidad se nos emplea, trastornan nuestro sentido y nos hacen
decir lo contrario de nuestra intención. (Bien, bien.) De nada sirve
nuestro noble origen latino, para que esos tales respeten nuestro significado.
Se nos desfigura de un modo que da grima y dolor. Así, permitidme que me
conmueva, porque las lágrimas brotan de mis ojos y no puedo reprimir la
emoción». (Nutridos aplausos.)
El
orador se enjugó las lágrimas con la punta de la e, que de faldón le
servía, y ya se preparaba a continuar, cuando le distrajo el rumor de una
disputa que no lejos se había entablado.
Era
que el Sustantivo Sentido estaba dando de mojicones al Adjetivo Común,
y le decía:
«Perro,
follón y sucio vocablo; por ti me traen asendereado, y me ponen como salvaguardia
de toda clase de destinos. Desde que cualquier escritor no entiende palotada de
una ciencia, se escuda con el Sentido Común, y ya le parece que es el
más sabio de la tierra. Vete, negro y pestífero Adjetivo, lejos de mí, o te
juro que no saldrás, con vida de mis manos.
Y al
decir esto, el Sentido enarboló la t, y dándole un garrotazo con
ella a su escudero, le dejó tan malparado, que tuvieron que ponerle un vendaje
en la o, y bizmarle las costillas de la m, porque se iba
desangrando por allí a toda prisa.
-Miren
la bellaca, la sandía, la loca; ¿pues no quiere llevarme encadenada -con una
Preposición, diciendo que yo tengo Filosofía? Yo no tengo sino Música, hermana.
Déjeme en paz y púdrase de vieja en compañía de la Alemana, que es obra vieja
loca.
-Quita
allá, bullanguera -dijo la Filosofía
arrancándole a la Música
el penacho o acento que muy erguido sobre la u llevaba: -quita allá, que
para nada vales, ni sirves más que de pasatiempo pueril.
-Poco
a poco, señoras mías -gritó un Sustantivo, alto, delgado, flaco y medio tísico,
llamado el Sentimiento. A ver, señora Filosofía, si no me dice usted
esas cosas a mi hermana o tendremos que vernos las caras. Estese usted quieta y
deje a Perico en su casa, porque todos tenemos trapitos que la lavar, y si yo
saco los suyos, ni con colada habrán de quedar limpios.
-Miren
el mocoso -dijo la Razón
que andaba por allí en paños menores y un poquillo desmelenada, -¿qué sería de
estos badulaques sin mí? No reñir, y cada uno a su puesto, que si me
incomodo...
-No ha
de ser -dijo el Sustantivo Mal, que en todo había de meterse.
-¿Quién
le ha dado a usted vela en este entierro, tío Mal? Váyase al Infierno,
que ya está de más en el mundo.
-No,
señoras, perdonen usías, que no estoy sino muy retebién. Un poco decaidillo andaba;
pero después que tomó este lacayo, que ahora me sirve, me voy remediando.- Y
mostró un lacayo que era el Adjetivo Necesario.
-Quítenmela,
que la mato -chillaba la Religión,
que había venido a las manos con la
Política;- quítenmela que me ha usurpado el nombre
para disimular en el mundo sus socaliñas y gatuperios.
-Basta
de indirectas. ¡Orden! -dijo el Sustantivo Gobierno, que se presentó
para poner paz en el asunto.
Déjalas
que se arañen, hermano -observó la
Justicia-; déjelas que se arañen que ya sabe vuecencia
que rabian de verse juntas. Procuremos nosotros no andar también a la greña, y
adelante con los faroles.
¡Mientras
esto ocurría, se presentó un gallardo Sustantivo, vestido con relucientes
armas, y trayendo un escudo con peregrinas figuras y lema de plata y oro.
Llamábase el Honor y venía a quejarse de los innumerables desatinos que
hacían los humanos en su nombre, dándole las más raras aplicaciones, y
haciéndole significar lo que más les venía a cuento. Pero el Sustantivo Moral,
que estaba en un rincón atándose un hilo en l que se le había roto en la
anterior refriega, se presentó, atrayendo la atención general. Quejose de que
se le subían a las barbas ciertos Adjetivos advenedizos, y concluyó diciendo que
no le gustaban ciertas compañías y que más le valiera andar solo, de lo cual se
rieron otros muchos Sustantivos fachendosos que no llevaban nunca menos de seis
Adjetivos de servidumbre.
Entretanto,
la Inquisición,
una viejecilla que no se podía tener, estaba pesando fuego a una hoguera que
había hecho con interrogantes gastados, palos de T y paréntesis rotos,
en la cual hoguera dicen que quería quemar a la Libertad, que
andaba dando zancajos por allí con muchísima gracia y desenvoltura. Por otro
lado estaba el Verbo Matar dando grandes voces, y cerrando el puño con
rabia, decía de vez en cuando:
«¡Si
me conjugo...!
Oyendo
lo cual el Sustantivo Paz, acudió corriendo tan a prisa, que tropezó en la ¿con
que venía calzada, y cayó cuan larga era, dando un gran batacazo.
Allá
voy -gritó el Sustantivo Arte, que ya se había metido a zapatero.- Allá
voy a componer este zapato, que es cosa de mi incumbencia.
Y con
unas comas le clavó la z a la
Paz, que tomó vuelo, y se fue a hacer cabriolas ante el
Sustantivo Cañón, de quien dicen estaba perdidamente enamorada.
No
pudiendo ni el Verbo Ser, ni el Sustantivo Hombre, ni el Adjetivo
Racional, poner en orden a aquella gente, y comprendiendo que de aquella manera
iban a ser vencidos en la desigual batalla que con los escritores españoles
tendrían que emprender, resolvieron volverse a su casa. Dieron orden de que
cada cual entrara en su celda, y así se cumplió; costando gran trabajo encerrar
a algunas camorristas que se empeñaban en alborotar y hacer el coco.
Resultaron
de este tumulto bastantes heridos, que aún están en el hospital de sangre o sea
Fe de erratas del Diccionario. Han determinado congregarse de
nuevo para examinar los medios de imponerse a la gente de letras. Se están
redactando las pragmáticas que establecerán el orden en las discusiones. No
tuvo resultado el pronunciamiento, por gastar el tiempo los conjurados en
estériles debates y luchas de amor propio, en vez de congregarse para combatir
al enemigo común: así es que concluyó aquello como el Rosario de la Aurora.
El Flos
sanctorum me asegura que la
Gramática había mandado al Diccionario una embajada de
géneros, números y casos, para ver si por las buenas y sin derramamiento de
sangre se arreglaba los trastornados asuntos de la Lengua Castellana.
Madrid, Abril de 1868.
“La Conjuración de las
palabras” para Benito Pérez Galdós supone una narración metafórica sobre los
trastornados asuntos de la lengua castellana. Describe en este texto las
palabras como una sociedad feudal en que cada uno tiene sus obligaciones y su
clase. A fin de cuentas, Galdós muestra que, a veces, las palabras no se llevan
bien, no tienen buena relación evocando una alegoría en la dificultad que tiene
un escritor en cierto modo eligiendo las buenas palabras.
Al principio, Galdós establece el
diccionario como un tipo de fortaleza donde residen todas las palabras. En esta
habitación, las palabras se ordenan en clase y en deber dependiendo de su
origen etimológico y su posición. Explica que las palabras que vienen de
abolengo (latín o árabe) son nobilísimas y tratan a las otras con desprecio,
éstas son por tanto “sin alcurnia
antigua, en calidad de emigradas, e indígenas”. Cuando las palabras salen
de la fortaleza, cada una tiene un deber según su carácter gramático. Los
verbos, o los señores, son los más importantes, sin ellos no se hace cosa a
derechas en aquella República. Sólo las conjunciones, especialmente que son
inmunes a su poder. Después los sustantivos, o los caballeros dependen de los
verbos para dar sentido. Pero los sustantivos son muy poderosos también porque
tienen muchos servidores. Los artículos sirven como escudos, los adjetivos cumplen
órdenes, y los pronombres se ponen a sustituir.
Finalmente, Galdós humaniza las palabras
atribuyéndoles características y comportamientos humanos. Por ejemplo, las
letras que forman una palabra representan la ropa, los fragmentos de frase se alzan
y se combaten y argumentan.
Esta obra de Galdós podría ser –sin duda- un
estudio de la sociedad humana a través de las palabras.
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