Un cuento corto de este genial escritor, que
muestra la vida de tres pastores pobres del siglo XIX que tienen una vaca (la Cordera) como única
esperanza de beneficio económico.
Este cuento nos da una idea muy acabada de cómo se extendían las aplicaciones tecnológicas del progreso científico y la novedad que representaban en la vida de los campesinos. Pero sobre todo nos muestra lo duras y difíciles que eran las únicas opciones disponibles para algunos en la sociedad y, en definitiva, el drama humano de toda una época.
Este cuento nos da una idea muy acabada de cómo se extendían las aplicaciones tecnológicas del progreso científico y la novedad que representaban en la vida de los campesinos. Pero sobre todo nos muestra lo duras y difíciles que eran las únicas opciones disponibles para algunos en la sociedad y, en definitiva, el drama humano de toda una época.
El prao Somonte era un recorte triangular de
terciopelo verde tendido, como una colgadura, cuesta abajo por la loma. Uno de
sus ángulos, el inferior, lo despuntaba el camino de hierro de Oviedo a
Gijón. Un palo del telégrafo, plantado allí como pendón de conquista, con sus
jícaras blancas y sus alambres paralelos, a derecha e izquierda, representaba
para Rosa y Pinín el ancho mundo desconocido, misterioso, temible, eternamente
ignorado. Pinín, después de pensarlo mucho, cuando a fuerza de ver días y días
el poste tranquilo, inofensivo, campechano, con ganas, sin duda, de aclimatarse
en la aldea y parecerse todo lo posible a un árbol seco, fue atreviéndose con
él, llevó la confianza al extremo de abrazarse al leño y trepar hasta cerca de
los alambres. Pero nunca llegaba a tocar la porcelana de arriba, que le
recordaba las jícaras que había visto en la rectoral de Puao. Al verse tan
cerca del misterio sagrado le acometía un pánico de respeto, y se dejaba
resbalar de prisa hasta tropezar con los pies en el césped.
Rosa, menos audaz, pero más enamorada de lo
desconocido, se contentaba con arrimar el oído al palo del telégrafo, y minutos,
y hasta cuartos de hora, pasaba escuchando los formidables rumores metálicos
que el viento arrancaba a las fibras del pino seco en contacto con el alambre.
Aquellas vibraciones, a veces intensas como las del diapasón, que aplicado al
oído parece que quema con su vertiginoso latir, eran para Rosa los papeles que
pasaban, las cartas que se escribían por los hilos, el lenguaje incomprensible
que lo ignorado hablaba con lo ignorado; ella no tenía curiosidad por entender
lo que los de allá, tan lejos, decían a los del otro extremo del mundo. ¿Qué le
importaba? Su interés estaba en el ruido por el ruido mismo, por su timbre y su
misterio.
La Cordera, mucho más formal que sus compañeros, verdad es
que relativamente, de edad también mucho más madura, se abstenía de toda
comunicación con el mundo civilizado, y miraba de lejos el palo del telégrafo
como lo que era para ella efectivamente, como cosa muerta, inútil, que no le
servía siquiera para rascarse. Era una vaca que había vivido mucho. Sentada
horas y horas, pues, experta en pastos, sabía aprovechar el tiempo, meditaba
más que comía, gozaba del placer de vivir en paz, bajo el cielo gris y
tranquilo de su tierra, como quien alimenta el alma, que también tienen los
brutos; y si no fuera profanación, podría decirse que los pensamientos de la
vaca matrona, llena de experiencia, debían de parecerse todo lo posible a las
más sosegadas y doctrinales odas de Horacio.
Asistía a los juegos de los pastorcitos encargados
de Ilindarla, como una abuela. Si pudiera, se sonreiría al pensar que Rosa y
Pinín tenían por misión en el prado cuidar de que ella, la Cordera, no se
extralimitase, no se metiese por la vía del ferrocarril ni saltara a la heredad
vecina. ¡Qué había de saltar! ¡Qué se había de meter!
Pastar de cuando en cuando, no mucho, cada día
menos, pero con atención, sin perder el tiempo en levantar la cabeza por
curiosidad necia, escogiendo sin vacilar los mejores bocados, y después
sentarse sobre el cuarto trasero con delicia, a rumiar la vida, a gozar el
deleite del no padecer, y todo lo demás aventuras peligrosas. Ya no recordaba
cuándo le había picado la mosca.
"El xatu (el toro), los saltos locos por las
praderas adelante . . , ¡todo eso estaba tan lejos!"
Aquella paz sólo se había turbado en los días de
prueba de la inauguración del ferrocarril. La primera vez que la Cordera vio pasar el tren
se volvió loca. Saltó la sebe de lo más alto del Somonte, corrió por prados
ajenos, y el terror duró muchos días, renovándose; más o menos violento, cada
vez que la máquina asomaba por 'a trinchera vecina. Poco a poco se fue
acostumbrando al estrépito inofensivo. Cuando llegó a convencerse de que era un
peligro que pasaba, una catástrofe que amenazaba sin dar, redujo sus
precauciones a ponerse en pie y a mirar de frente, con la cabeza erguida, al
formidable monstruo; más adelante no hacía más que mirarle, sin levantarse, con
antipatía y desconfianza; acabó por no mirar al tren siquiera. En Pinín y Rosa
la novedad del ferrocarril produjo impresiones más agradables y persistentes.
Si al principio era una alegría loca, algo mezclada de miedo supersticioso, una
excitación nerviosa, que les hacía prorrumpir en gritos, gestos, pantomimas
descabelladas, después fue un recreo pacífico, suave, renovado varias veces al
día. Tardó mucho en gastarse aquella emoción de contemplar la marcha
vertiginosa, acompañada del viento, de la gran culebra de hierro, que llevaba
dentro de sí tanto ruido y tantas castas de gentes desconocidas, extrañas.
Pero telégrafo, ferrocarril, todo eso era lo de menos:
un accidente pasajero que se ahogaba en el mar de soledad que rodeaba el prao
Somonte. Desde allí no se veía vivienda humana; allí no llegaban ruidos del
mundo más que al pasar el tren. Mañanas sin fin, bajo los rayos del sol, a
veces entre el zumbar de los insectos, la vaca y los niños esperaban la
proximidad del mediodía para volver a casa. Y luego,.tardes eternas, de dulce
tristeza silenciosa, en el mismo prado, hasta venir la noche, con el lucero
vespertino por testigo mudo en la altura. Rodaban las nubes allá arriba, caían
las sombras de los árboles y de las peñas en la loma y en la cañada, se
acostaban los pájaros, empezaban a brillar algunas estrellas en lo más oscuro
del cielo azul, y Pinín y Rosa, los niños gemelos, los hijos de Antón de Chinta,
teñida el alma de la dulce serenidad soñadora de la solemne y seria naturaleza,
callaban horas y horas, después de sus juegos, nunca muy estrepitosos, sentados
cerca de la Cordera,
que acompañaba el augusto silencio de tarde en tarde con un blanco son de
perezosa esquila.
En este silencio, en esta calma inactiva, había
amores. Se amaban los dos hermanos como dos mitades de un fruto verde, unidos
por la misma vida, con escasa conciencia de lo que en ellos era distinto, de
cuanto los separaba; amaban Pinín y Rosa a la Cordera, la vaca abuela,
grande, amarillenta, cuyo testuz parecía una cuna. La Cordera recordaría a un
poeta la zavala del Ramayana, la vaca santa; tenía en la amplitud de sus
formas, en la solemne serenidad de sus pausados y nobles movimientos, aire y
contornos de ídolo destronado, Caído, contento con su suerte, más satisfecha
con ser vaca verdadera que dios falso. La Cordera, hasta donde es posible adivinar estas
cosas, puede decirse que también quería a los gemelos encargados de
apacentarla.
Era poco expresiva; pero la paciencia con que los
toleraba cuando en sus juegos ella les servía de almohada, de escondite, de
montura, y para otras cosas que ideaba la fantasía de los pastores, demostraba
tácitamente el afecto del animal pacífico y pensativo.
En tiempos difíciles Pinín y Rosa habían hecho por la Cordera los imposibles de
solicitud y cuidado. No siempre Antón de Chinta había tenido el prado Somonte.
Este regalo era cosa relativamente nueva. Años atrás la Cordera tenía que salir a
la gramática, esto es, a apacentarse como podía, a la buena ventura de los
caminos y callejas de las rapadas y escasas praderías del común, que tanto
tenían de vía pública como de pastos. Pinín y Rosa, en tales días de penuria,
la guiaban a los mejores altozanos, a los parajes más tranquilos y menos
esquilmados, y la libraban de las mil injurias a que están expuestas las pobres
reses que tienen que buscar su alimento en los azares de un camino.
En los días de hambre, en el establo, cuando el
heno escaseaba y el narvaso para estrar el lecho caliente de la vaca faltaba
también, a Rosa y a Pinín debía la
Cordera mil industrias que le hacían más suave la miseria. ¡Y
qué decir de los tiempos heroicos del parto y la cría, cuando se entablaba la
lucha necesaria entre el alimento y regalo de la nación y el interés de los
Chintos, que consistía en robar a las ubres de la pobre madre toda la leche que
no fuera absolutamente indispensable para que el ternero subsistiese! Rosa y
Pinín, en tal conflicto, siempre estaban de parte de la Cordera, y en cuanto había
ocasión, a escondidas, soltaban el recental que, ciego y como loco, a
testaradas contra todo, corría a buscar el amparo de la madre, que le albergaba
bajo su vientre, volviendo la cabeza agradecida y solícita, diciendo, a su manera:
-Dejad a los niños y a los recentales que vengan a
mí.
Estos recuerdos. estos lazos son de los que no se
olvidan. Añádase a todo que la
Cordera tenía la mejor pasta de vaca sufrida del mundo.
Cuando se veía emparejada bajo el yugo con cualquier compañera, fiel a la
gamella, sabía meter su voluntad a la ajena, y horas y horas se la veía con la
cerviz inclinada, la cabeza torcida. en incómoda postura, velando en pie
mientras la pareja dormía en tierra.
Antón de Chinta comprendió que había nacido para
pobre cuando palpó la imposibilidad de cumplir aquel sueño dorado suyo de tener
un corral propio con dos yuntas por lo menos. Llegó, gracias a mil ahorros, que
eran mares de sudor y purgatorios de privaciones, llegó a la primera vaca, la Cordera. y no pasó de
ahí: antes de poder comprar la segunda se vio obligado, para pagar atrasos al
amo, el dueño de la casería que llevaba en renta, a llevar al mercado a aquel
pedazo de sus entrañas, la
Cordera. el amor de sus hijos. Chinta había muerto a los dos
años de tener la Cordera
en casa. El establo y la cama del matrimonio estaban pared por medio, llamando
pared a un tejido de ramas de castaño y de cañas de maíz. Ya Chinta, musa de la
economía en aquel hogar miserable, había muerto mirando a la vaca por un
boquete del destrozado tabique de ramaje. señalándola como salvación de la
familia.
"Cuidadla; es vuestro sustento". parecían
decir los ojos de la pobre moribunda, que murió extenuada de hambre y de
trabajo. El amor de los gemelos se había concentrado en la Cordera; el regazo, que
tiene su cariño especial, que el padre no puede reemplazar, estaba al calor de
la vaca, en el establo. y allá en el Somonte. Todo esto lo comprendía Antón a
su manera, confusamente. De la venta necesaria no había que decir palabra a los
neños. Un sábado de julio, al ser de día, de mal humor, Antón echó a andar
hacia Gijón, llevando la
Cordera por delante. sin más atavío que el collar de esquila.
Pinín y Rosa dormían. Otros días había que despertarlos a azotes. El padre los
dejó tranquilos. Al levantarse se encontraron sin la Cordera. "Sin duda,
mío pá la había llevado al xatu." No cabía otra conjetura. Pinín y Rosa
opinaban que la vaca iba de mala gana; creían ellos que no deseaba más hijos,
pues todos acababa por perderlos pronto, sin saber cómo ni cuándo.
AI oscurecer, Antón y la Cordera entraban por la
corrada mohínos, cansados y cubiertos de polvo. El padre no dio explicaciones,
pero los hijos adivinaron el peligro.
No había vendido porque nadie había querido llegar
al precio que a él se le había puesto en la cabeza. Era excesivo: un sofisma
del cariño. Pedía mucho por la vaca para que nadie se atreviese a llevársela.
Los que se habían acercado a intentar fortuna se habían alejado pronto echando
pestes de aquel hombre que miraba con ojos de rencor y desafío al que osaba
insistir en acercarse al precio fijo en que él se abroquelaba. Hasta el último
momento del mercado estuvo Antón de Chìnta en el Humedal, dando plazo a la fatalidad.
"No se dirá -pensaba- que yo no quiero vender: son ellos que no me pagan la Cordera en lo que
vale." Y, por fin, suspirando, si no satisfecho, con cierto consuelo,
volvió a emprender el camino par la carretera de Candás, adelante, entre la
confusión y el ruido de cerdos y novillos, bueyes y vacas, que los aldeanos de
muchas parroquias del contorno conducían con mayor o menor trabajo, según eran
de antiguo las relaciones entre dueños y bestias.
En el Natahoyo, en el cruce de dos caminos, todavía
estuvo expuesto el de Chinta a quedarse sin la Cordera: un vecino de
Carrió que le había rondado todo el día ofreciéndole pocos duros menos de los
que pedía, le dio el último ataque, algo borracho..
El de Carrió subía, subía, luchando entre la
codicia y el capricho de llevar la vaca. Antón, como una roca. Llegaron a tener
las manos enlazadas, parados en medio de la carretera, interrumpiendo el paso .
. . Por fin la codicia pudo más; el pico de los cincuenta los separó como un
abismo; se soltaron las manos, cada cual tiró por su lado; Antón, por una
calleja que, entre madreselvas que aún no florecían y zarzamoras en flor, le
condujo hasta su casa.
Desde aquel día en que adivinaron el peligro, Pinín
y Rosa no sosegaron, A media semana se personó el mayordomo en el corral de
Antón. Era otro aldeano de la misma parroquia, de malas pulgas, cruel con los
caseros atrasados. Antón, que no admitía reprimendas, se puso lívido ante las
amenazas de desahucio.
El amo no esperaba más. Bueno, vendería la vaca a
vil precio, por una merienda. Había que pagar o quedarse en la calle.
El sábado inmediato acompañó al Humedal Pinín a su
padre. El niño miraba con horror a los contratistas de carne, que eran los
tiranos del mercado. La
Cordera fue comprada en su justo precio por un rematante de
Castilla. Se la hizo una señal en la piel y volvió a su establo de Puao, ya
vendida, ajena, tañendo tristemente la esquila. Detrás caminaban Antón de
Chinta, taciturno, y Pinín, con ojos como puños. Rosa, al saber la venta, se
abrazó al testuz de la Cordera,
que inclinaba la cabeza a las caricias como al yugo.
"¡Se iba la vieja!", pensaba con el alma
destrozada Antón el huraño.
"¡Ella será una bestia, pero sus hijos no
tenían otra madre ni otra abuela!"
Aquellos días, en el pasto, en la verdura del Somonte,
el silencio era fúnebre. La
Cordera, que ignoraba su suerte, descansaba y pacía como
siempre, sub specie aeternitatis, como descansaría y comería un minuto antes de
que el brutal porrazo 1a derribase muerta. Pero Rosa y Pinín yacían desolados,
tendidos sobre la hierba, inútil en adelante. Miraban con rencor los trenes que
pasaban, los alambres del telégrafo. Era aquel mundo desconocido, tan lejos de
ellos por un lado y por otro, el que les llevaba su Cordera.
El vìernes, al oscurecer, fue la despedida. Vino un
encargado del rematante de Castilla por la res. Pagó; bebieron un trago Antón y
el comisionado, y se sacó a la quintana la Cordera. Antón
había apurado la botella; estaba exaltado; el peso del dinero en el bolsillo le
animaba también. Quería aturdirse. Hablaba mucho, alababa las excelencias de la
vaca. El otro sonreía, porque las alabanzas de Antón eran impertinentes. ¿Que
daba la res tanto y tantos xarros de leche? ¿Que era noble en el yugo, fuerte
con la carga? ¿Y qué, si dentro de pocos días había de estar reducida a
chuletas y otros bocados suculentos? Antón no quería imaginar esto; se la
figuraba viva, trabajando, sirviendo a otro labrador, olvidada de él y de sus
hijos, pero viva, feliz . . . Pinín y Rosa, sentados sobre el montón de cucho,
recuerdo para ellos sentimental de la Cordera y de los propios afanes, unidos por las
manos, miraban al enemigo con ojos de espanto. En el supremo instante se
arrojaron sobre su amiga; besos, abrazos: hubo de todo. No podían separarse de
ella. Antón, agotada de pronto la excitación del vino, cayó como en un marasmo;
cruzó los brazos, y entró en el corral oscuro.
Los hijos siguieron un buen trecho por la calleja,
de altos setos, el triste grupo del indiferente comisionado y la Cordera, que iba de mala
gana con un desconocido y a tales horas. Por fin, hubo que separarse. Antón,
malhumorado, clamaba desde casa:
-¡Bah, bah, neños, acá vos digo; basta de pamemes!
-así gritaba de lejos el padre, con voz de lágrimas.
Caía la noche; por la calleja oscura, que hacían casi
negra los altos setos, formando casi bóveda, se perdió el bulto de la Cordera, que parecía negra
de lejos. Después no quedó de ella más que el tíntán pausado de la esquila,
desvanecido con la distancia, entre los chirridos melancólicos de cigarras infinitas.
-¡Adiós, Cordera! -gritaba Rosa deshecha en
llanto-. ¡Adiós, Cordera de mío alma!
-¡Adiós, Cordera! -repetía Pinín, no más sereno.
-Adiós -contestó por último, a su modo, la esquila,
perdiéndose su lamento triste, resignado, entre los demás sonidos de la noche
de julio en la aldea-.
Al día siguiente, muy temprano, a la hora de
siempre, Pinín y Rosa fueron al prao Somonte. Aquella soledad no lo había sido
nunca para ellos triste; aquel día, el Somonte sin la Cordera parecía el
desierto.
De repente silbó la máquina, apareció el humo,
luego el tren. En un furgón cerrado, en unas estrechas ventanas altas o
respiraderos, vislumbraron los hermanos gemelos cabezas de vacas que, pasmadas,
miraban por aquellos tragaluces.
-¡Adiós, Cordera! -gritó Rosa, adivinando allí a su
amiga, a la vaca abuela.
-¡Adiós, Cordera! -vociferó Pinín con la misma fe,
enseñando los puños al tren, que volaba camino de Castilla.
Y, llorando, repetía el rapaz, más enterado que su
hermana de las picardías del mundo:
-La llevan al Matadero . . . Carne de vaca. para
comer los señores, los indianos.
-¡Adiós, Cordera! -¡Adiós, Cordera!
_ -Y Rosa y Pinín miraban con rencor la vía., el
telégrafo, los símbolos de aquel mundo enemigo que les arrebataba, que les
devoraba a su compañera de tantas soledades, de tantas ternuras
silenciosas, para sus apetitos, para convertirla en manjares de ricos glotones
. . . -¡Adiós, Cordera! . .
-¡Adiós, Cordera! . .
Pasaron muchos años. Pinín se hizo mozo y se lo
llevó el rey. Ardía la guerra carlista. Antón de Chinta era casero de un
cacique de los vencidos; no hubo influencia para declarar inútil a Pinín que,
por ser, era como un roble.
Y una tarde triste de octubre, Rosa en el prao
Somonte, sola, esperaba el paso del tren correo de Gijón, que le llevaba a sus
únicos amores, su hermano. Silbó a lo lejos la máquina, apareció el tren en la
trinchera, pasó como un relámpago. Rosa, casi metida por las ruedas, pudo ver
un instante en un coche de tercera, multitud de cabezas de pobres quintos que
gritaban, gesticulaban, saludando a los árboles, al suelo, a los campos, a toda
la patria familiar, a la pequeña. que dejaban para ír a morir en las luchas
fratricidas de la patria grande, al servicio de un rey y de unas ideas que no
conocían.
Pinín, con medio cuerpo afuera de una ventanilla,
tendió los brazos a su hermana; casi se tocaron. Y Rosa pudo oír entre el
estrépito de las ruedas y la gritería de los reclutas la voz distinta de su
hermano, que sollozaba exclamando. como inspirado por un recuerdo de dolor
lejano:
-Adiós, Rosa! . . . ¡Adiós, Cordera! -¡Adiós,
Pinín! ¡Pinín de mío alma! . . .
"Allá iba, como la otra, como la vaca abuela.
Se lo llevaba el mundo. Carne de vaca para los glotones, para los indianos:
carne de su alma, carne de cañón para las locuras del mundo, para las
ambiciones ajenas."
Entre confusiones de dolor y de ideas, pensaba así
la pobre hermana viendo el tren perderse a lo lejos, silbando triste, con
silbidos que repercutían los castaños, las vegas y los peñascos . . .
¡Qué sola se quedaba! Ahora sí, ahora sí, que era
un desierto el prao Somonte.
-¡Adiós, Pinín! ¡Adiós, Cordera!
Con qué odio miraba Rosa la vía manchada de
carbones apagados; con qué ira los alambres del telégrafo. ¡Oh!. bien hacía la Cordera en no acercarse.
Aquello era el mundo, lo desconocido, que se lo llevaba todo. Y sin pensarlo,
Rosa apoyó la cabeza sobre el palo clavado como un pendón en la punta del
Somonte. El viento cantaba en las entrañas del pino seco su canción metálica.
Ahora ya lo comprendía Rosa. Era canción de lágrimas, de abandono, de soledad,
de muerte.
En las vibraciones rápidas, como quejidos, creía
oír, muy lejana, la voz que sollozaba por la vía adelante:
-¡Adiós, Rosa! ¡Adiós, Cordera!
VOCABULARIO
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Altozanos: cerro o monte de poca altura en
terreno llano.
Gamella: arco que se forma al extremo
del yugo que se pone a los bueyes, mulas. etc.
Jícaras: vasija pequeña, generalmente de
loza.
Narvaso: caña de maíz con su follaje,
que después de separada de la mazorca se guarda en haces para alimento del
ganado vacuno.
Pamemes: cosa insignificante a la que se
da importancia.
Prao: prado.
Quintana: quinta, parcela de campo.
Quinto: al que toca por suerte ser
soldado.
Ramayana: célebre poema sánscrito épico y
religioso atribuido a Valmiki. Tiene 24.000 estrofas, en las que se cantan
las hazañas de Rama, séptima encarnación de Vishnú.
Sebe: cercado de estacas altas
entretejidas con ramas largas. Matas de monte bajo.
Xarros: jarros.
Xatu: toro.
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