Leo tremendamente entusiasmado y absorto el último libro de
Sampedro (Plaza y Janés, 2011, Barcelona) en colaboración con Olga Lucas, periodista que lo entrevistó en otra
ocasión junto a Valentín Fuster en otro
libro memorable por su sabiduría. En este caso se trata de una novela con un
trasfondo de ensayo o un ensayo
novelado. Todo trascurre bajo una metáfora, la locura de un viejo profesor
jubilado que habla, en sus supuestos delirios, con los cuatro elementos. Éstos
le cuentan historias. Y en las historias está la realidad del mundo en el que
vivimos y la imposibilidad de seguir así.
Es curioso que Sampedro acuda a esta metáfora de la locura
para anunciar verdades como puños, verdades evidentes que no pueden escapar al
sentido común de los mortales. Pero es que la metáfora, a mi modo de ver, se
invierte, es el mundo el que está loco. Esto me recuerda al título de otro
libro de Billy Brand La locura organizada.
Hemos caído en un delirio que nos lleva a nuestro propio fin, al caos
civilizatorio que se nos avecina si no ponemos remedio. Y de eso es de lo que
le avisan los cuatro elementos. El mundo, la humanidad, nuestros dirigentes
están enfermos, deliran si quieren seguir por el camino en el que se han
empeñado en seguir, porque, simplemente, eso no es posible por las propias
leyes de la física. Hemos tropezado con los límites del planeta. Pero no es
sólo el desconocimiento de los límites del crecimiento el delirio
civilizatorio, sino la reducción de todo al mercado. Hemos vaciado de moral,
política, derecho y valores a la sociedad. Nos hemos quedado sin emociones ni
sentimientos. Por eso el delirio del viejo profesor jubilado no es más que un
escape a las raíces culturales de la civilización occidental. El viejo loco
delirante busca su identidad, como todo aquel que padece un episodio de locura,
en sus orígenes culturales. Busca su identidad. Pero, a la vez, la identidad
del viejo profesor es la identidad del mundo occidental.
Los cuatro elementos que le hablan son los elementos
inventados por los filósofos y físicos griegos por los que pretendían explicar
toda la realidad: tierra, aire, agua y fuego. Estos elementos, formulados así,
nos mantienen cercanos a la naturaleza, por eso son preferibles a los elementos
de la nomenclatura actual que los fragmenta. De lo que se trata, no es, ahora,
de buscar la verdad científica, a la que no se renuncia, como tampoco a la técnica,
sino que se reclama una racionalización de su uso en consonancia con los sentimientos
y no con el mercado. De lo que se trata es de buscar la identidad
ético-política. Y eso es lo que hemos perdido desde la instauración del
capitalismo para acá y, sobre todo, del capitalismo salvaje o sin bridas. La
crisis que padecemos es una crisis final, una crisis que al ser global pone en
jaque a todo el planeta. Pero de lo que se trata es de salvar a la humanidad
con los valores conseguido, con todo lo positivo que ha adquirido en su
historia y salvar a la naturaleza sin la que la humanidad es inviable.
Por ello la cuestión es la recuperación de los ideales
antiguos con los cuales nos identificamos en tanto que civilización y
confrontarlos con los problemas modernos que se nos han planteado por nuestro
propio crecimiento. Hemos de recuperar la relación inmediata con la naturaleza.
La naturaleza provee, pero no es ilimitada. Hemos de recuperar el valor de la
razón, el diálogo democrático que nos lleva a la igualdad ante la ley y a la
igualdad de palabra. Hemos de recuperar los valores romanos que consiguieron
hacer de la ética y política griega un sistema judicial, una reglamentación de
la polis: el derecho romano. El derecho se nos presenta como lo que vertebra la
vida social e institucional en todos sus ámbitos y nos sirve de garantía ante
los abusos del poder y de los más fuertes. También tenemos en este recorrido al
cristianismo. Algunos han querido hacer de éste la fuente originaria de
occidente. Esto es un error, el cristianismo es un injerto en el árbol que
comenzó a crecer en Grecia y que ya estaba muy desarrollado en Roma cuando se
instaura y llega, previamente, el cristianismo. Es un injerto importante que
durante cerca de mil años es la identidad de Europa, y que deja su rastro por
doquier. Al cristianismo le debemos una ética que nos lleva a la idea de
fraternidad a través del amor al prójimo, el cristianismo nos hizo posible,
junto con la reflexión filosófica y el arte, la concepción de la igualdad de
todos los hombres. No hay más que recordar aquí las discusiones de fray
Bartolomé Las Casas sobre el derecho de los indios en tanto que personas. La Ilustración fue la
gran apoteosis de la cultura occidental: el concepto de persona, de ciudadano,
la tolerancia, los derechos del hombre y el ciudadano, el nacimiento de la
democracia republicana… Todo ello nos lleva a la civilización occidental en su
máximo apogeo. Pero ya en la
Ilustración está el germen del totalitarismo. Cuando
endiosamos a la razón y nos cegamos caemos en los totalitarismos que fueron
inflados con los ideales románticos del XIX: el nacionalismo, el comunismo…
Todo ello, junto con el endiosamiento de la ciencia, dieron lugar a la barbarie
del siglo XX. Hoy precisamente vivimos uno de esos tipos de barbarie, la
omnipotencia de la economía considerada como una ciencia que todo lo soluciona
y a la que se reduce todos los demás ámbitos del saber. Esta concepción de la
economía la ha asumido el poder político y éste ha sido absorbido por esta
economía. Si a esto le sumamos que este poder ha producido un tipo de
pensamiento antiilustrado, antimoderno, que reniega de la razón y de lo
universal, pues nos encontramos con el pensamiento posmoderno que lo inunda
todo y mantiene intelectual y sentimentalmente maniatado al ciudadano,
rebajando a éste a la categoría de vasallo.
Es necesario redescubrir nuestra identidad en el ideal
inacabado de la Ilustración,
con el reconocimiento de sus propios límites. Pero hoy en día nos encontramos
con un problema nuevo surgido del capitalismo y es el de la relación con la
naturaleza. El capitalismo lo reduce todo a mercancías. La cuestión es de
valores, por eso la crisis es ético-filosófica. Tenemos que reconciliarnos con
la naturaleza, tenemos que saber priorizar y recuperar los viejos valores que
un día conquistamos y que fueron absorbidos por los hombres y que fueron un
vehículo de emancipación. Hoy en día de nuevo somos esclavos, estamos sumidos
en el valor de la mera mercancía el futuro depende de ese cambio de valores. Y yendo
más allá del libro el futuro depende del fin del capitalismo, que, para que se
sepa, no ha existido siempre, sí las mercancías, pero no la mercantilización de
todo, incluyendo las relaciones humanas. Hasta que la izquierda no reconsidere
que las relaciones de trabajo no son relaciones mercantiles (mercado laboral) no
habremos recuperado los valores de la izquierda.
Al final el médico no considera loco a su paciente. Considera
que cuenta cosas interesantes, que los cuatro le dictan historias que incluso
podría publicar. Que su delirio no es peligroso. Esto deja un sabor agridulce.
El médico recomienda que, para que esté tranquilo y en diálogo con los cuatro,
permanezca internado. Se reconoce el valor de las historias, incluso que no hay
locura en su delirio, que es un delirio, para el viejo profesor, como diría
Castilla del Pino, un error necesario para poder seguir viviendo. Pero toda
esta situación nos deja el regusto de que se le está dando la razón como, con
perdón, a los tontos, por tanto lo que se está dando es todo por perdido. Por
un lado se nos ofrece una tabla de náufrago, pero por otro, se nos dice que
quizás no nos lleve a ninguna parte o que no hay parte alguna.
En fin, esta es la interpretación del
final que a mí se me antoja y que está contaminada de mi pesimismo.
Juan Pedro Viñuela,
profesor de Ética y Filosofía del IES "Meléndez Valdés".
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