Ser de letras
En plena adolescencia a cualquier estudiante se le plantea a su manera la duda de Hamlet: afrontar con ardua entereza el mundo de Pitágoras o dormir, tal vez soñar, navegando plácidamente el cielo de Platón. A partir de un momento en su ánimo se establece el dilema existencial entre álgebra o latín, cálculo o historia, Newton o lengua, Galileo o Miguel Ángel, biología o humanismo, Darwin o Génesis, física cuántica o filosofía, telescopio Hubble o Dios creador del universo. Ser de letras o de ciencias también es una forma distinta de ser y de vivir. Hasta ahora este ha sido un país de letras, poblado de moralistas y leguleyos especialistas en retorcer el verbo hasta convertirlo en puro flato. En las plazas y en los jardines públicos se levantan las estatuas de insignes figuras del pasado, que en su mayoría han sido reyes, santos, conquistadores, políticos, humanistas, jurisconsultos y otros próceres que han gastado su vida echando palabras por la boca y ahora desde el pedestal con el brazo extendido señalan con el dedo un camino de la historia generalmente equivocado; apenas hay algunos científicos esporádicos que hayan merecido el honor del bronce o del mármol. Hubo un tiempo en que por todas partes florecían los pensadores que nos tenían subyugados, pero hoy no existe una figura en el campo del pensamiento, de la cultura, de la política a la que agarrarse. Nadie sabe adónde han ido a parar aquellos intelectuales con pipa, dueños de la verdad y de todas las certezas. El mundo ya no es de letras. En plena confusión la ciencia ha ocupado todo el espacio. Ahora los intelectuales son los científicos, los laboratorios son las sacristías de la nueva religión; en ellas la física cuántica también es filosofía, la biología molecular no se distingue de la poesía, la teología es el vacío.
"Héroes callados", Rosa Montero.
El País, 20/12/20
Un dicho norteamericano que algunos atribuyen a la actriz Bette Davis sostiene que hacerse viejo no es para blandengues. Comparto la idea: siempre he pensado que la vejez es la etapa épica de la vida humana. Y aún lo es más en la actualidad, con una existencia cada vez más dilatada en el tiempo pero no en la calidad de ese tiempo añadido. Con ancianos viejísimos pero llenos de achaques, y lo que es peor, solos, arrumbados, invisibles. En otras épocas a los ancianos se les admiraba por su capacidad de resistencia, por abrirnos camino y pasar el testigo, por su sabiduría y su experiencia. Eran nuestros mayores, qué hermosa palabra, más grandes que nosotros. Ahora, en cambio, los desdeñamos, los ignoramos, no sólo no nos parecen más sabios, sino que los consideramos trastos obsoletos, y por añadidura sentimos que su empeño en no morirse es un fastidio, una carga para la colectividad. Es el viejismo o edadismo, un prejuicio feroz cada día más fuerte. Probablemente no haya habido nunca una sociedad que haya tratado tan mal a los viejos como la actual. Cosa que no deja de asombrarme por la estupidez y falta de previsión del personal, porque en esa ancianidad acabaremos todos (si tenemos la suerte de no morir jóvenes). Y sobre este miserable caldo de cultivo se abatió el coronavirus. No es de extrañar que pasaran los horrores que pasaron. Amnistía Internacional ha publicado un informe demoledor cuyo título ya lo dice todo: Abandonadas a su suerte: La desprotección y discriminación de las personas mayores en residencias durante la pandemia. El trabajo denuncia a la Comunidad de Madrid y a Cataluña por “protocolos y prácticas que supusieron la exclusión de ingreso hospitalario” de los residentes de los geriátricos. Y concluye que se vulneraron cinco derechos humanos: a la salud, a la vida, a la no discriminación, a la vida privada y familiar, y a una muerte digna. Yo añadiría que también se vulneraron la sensatez y la empatía, la corresponsabilidad generacional, la autoestima colectiva. Porque el trato a nuestros mayores en la primera ola de la pandemia ha sido tan terrible que ha causado una herida profundísima en nuestra sociedad, un desgarro traumático que nos llevará mucho tiempo coser y sanar. Y para eso lo primero que tenemos que hacer es hablar de ello. Reconocerlo, maldita sea. Ojalá pudiera citar aquí, uno a uno, los nombres de todos esos ancianos que murieron aislados. Y los de los cuidadores que intentaron arroparlos, como en esta bellísima foto del cumpleaños de la nonagenaria Elena Pérez. ¿Saben qué? Tengo la sensación de que, después del sobrecogedor abandono que los ancianos sufrieron, la sociedad española se ha sentido culpable y se ha vuelto un poco más consciente del valor de los mayores, más respetuosa. Esto es, nuevamente lo dieron todo por nosotros; se fueron como una lluvia silenciosa, y no sólo liberaron respiradores y plazas hospitalarias, sino que también nos enseñaron una lección moral. Ancianos nuestros, guerreros de la noche, héroes callados: mi gratitud, mi recuerdo emocionado y mi admiración.
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