Seguro que más de una vez os habéis preguntado de que si existe la palabra "médica" o es "médico". Y es que la llegada de las mujeres a nuevos cargos y oficios ha aportado palabras en femenino que hace unos años no se usaban. Por eso sorprende en estos días el persistente uso en los medios de comunicación de "la médico" o de "una médico", incluso de la afirmación "soy médico" en boca de una mujer. Porque aquí no cabe discusión: la o debe convertirse en a. He anotado algunos ejemplos: EL PAÍS: "Una medico de familia que trabaja en Madrid..."; TVE: "Soy médico neurólogo..."; SER: "Una médico estupenda..."; EL MUNDO: "Muere por coronavirus una médico de familia"...
Tal vez sí se den motivos sociológicos o psicológicos. Algunos hablantes, pero también algunas médicas (y algunas abogadas, notarias o arquitectas), consideran mas prestigioso que los nombres de estas profesiones terminen en o, idea que combaten con razón las guías feministas destinadas a evitar el lenguaje que creen discriminatorio.
Si hay personas que imaginan menos importante ser médica que médico, influidas quizás por el machismo histórico, el problema ya no es de lenguaje, sino de una falsa percepción colectiva. Ojalá el trabajo de las médicas en esta pandemia la desmonte para siempre.
Lo que debemos decir ahora no "la médico" sino "la médica", al igual que "la abogado" por "la abogada" o "la arquitecta", por ejemplo.
Las palabras que definen esta crisis permiten también que nos riamos de ellas
para hacer más llevadera la situación.
Las palabras no arreglan las situaciones trágicas. Sin embargo, aún sería más triste todo si nos faltaran. Acuden a los hablantes para dar nombre al dolor y, sin embargo, también permiten que nos riamos de ellas para mitigarlo.
He aquí un diccionario amable de la pandemia, concebido con el espíritu de que el buen humor no agrava nada y, si acaso, lo mejora.
Alarma. El lenguaje militar se adentró en las filas del Gobierno. Personas uniformadas nos hablaron de que había que “elevar la moral de la tropa”, y luego vino lo de implantar una “economía de guerra” ante “un enemigo poderoso”, elogiar a nuestros “soldados” que están “en primera línea”, lamentar las “bajas” de ciudadanos… Y claro, con todo eso acabarían surgiendo los “espías” en los balcones y hasta las bandas debían interpretar un himno (Resistiré). Tal vez el origen de ese léxico se halle en la propia denominación del estado de “alarma”, palabra de etimología transparente: ¡al arma! Si se hubiera acuñado en su lugar el “estado de alerta” (¡al erta!), que etimológicamente significa “¡a levantarse!”, quizás se habría implantado el léxico de la gimnasia.
Asintomáticos. De ahora en adelante tal vez se llame así a los que ni sienten ni padecen.
Báscula. Mala época para que se quede sin pilas.
Cambuj. Otra manera de decir “mascarilla” en castellano. Salió del latín caputium (capucha), pasó al árabe hispánico como kanbúš (antifaz) y en español se convirtió en “cambuj” (mascarilla, tapabocas, nasobuco). Pese a su largo recorrido por los siglos, ahora apenas reconocemos su significado. Es como si se hubiera enmascarado.
Contagio. De con y tangere (verbo que en latín significa “tocar”). Y como no hay contacto sin tacto, hay que tener tacto para no tener contacto.
Coronabonos. Suecia, Dinamarca y Noruega dicen que con su moneda no cuenten.
Coronavirus. El rey de los virus, dañino y cruel. Merecería ser destronado. Pero no se ve su corona por ninguna parte. Es más bien un erizo atrompetado. Ya que no lo podemos destruir, al menos hagamos que parezca ridículo.
Covid-19. La palabra se extendía en masculino, pero los buenos consejos la van consolidando como femenina, al atender a su letra d (desease: “enfermedad” en inglés): “enfermedad del virus con corona 2019”. Interesante mutación.
confinar. Los confines no tienen fin de momento, por paradójico que parezca. Esa contradicción recuerda a lo que le oyó el escritor mexicano Juan Villoro a un mecánico: “Se paró su coche porque se le acabó el sin fin”. Pues pronto se acabará el “confín”, que parece lo contrario del “sin fin”, pero también se termina alguna vez.
Cuarentena. Se puede diezmar sin dividir por diez. Así como una hecatombe (hecatón, ciento; y bus, buey, en griego) no precisa la muerte de cien reses. De igual modo, una cuarentena puede durar lo mismo cuatro meses que dos semanas. Y cuando alguien espeta “¡te lo he dicho 40 veces!”, puede ocurrir también que sean algunas menos. La parte buena del lío es que quienes ya habían cumplido los 50 pueden presumir de haber entrado de repente en la cuarentena.
Desescalada. Esta palabra les suena extraña hasta a los alpinistas, que nunca contaron que hubieran desescalado nada. Simplemente bajaban o descendían. Y eso que ellos sí habían escalado antes. Al contrario que nosotros, que de repente nos vimos desescalando sin ser conscientes de que hace dos meses estábamos escalando.
Distancia social. La distancia a secas de toda la vida.
Epidemia, epicentro, EPI. Aunque parezca que no, el tercer término se relaciona con los otros dos. El elemento griego epi lo hallamos en “epidermis” (sobre la piel), “epitelio” (sobre la membrana), “epitafio” (sobre la tumba)… Y en “epidemia” (sobre el pueblo); y en “epicentro” (sobre el centro). Y finalmente, en los equipos de protección individual o EPI: sobre la ropa.
Hidroalcohólico. Tipo de gel desinfectante. Hasta ahora, sólo habríamos pensado en este adjetivo para aplicarlo al whisky con agua.
Infodemia. Fenómeno de divulgación de informaciones falsas al que contribuirá quien se tome este diccionario en serio.
Inmunidad. No se sabe aún cuánto dura la inmunidad a este coronavirus. Parece ser que no tanto como la inmunidad parlamentaria.
Lavarse las manos. Buena práctica para rechazar al virus. Desde la antigua Roma, símbolo de que alguien se quita de en medio. En la actual pandemia, hábito que lo quita de en medio.
Nueva normalidad. Un imposible. Lo que es nuevo no es normal. Y para cuando quiere ser normal, ya se ha hecho viejo.
Obesidad. Tendencia en la que puede caer quien haya sido perjudicado por lo dicho en la entrada báscula.
Pandemia. En griego significa (más o menos) “reunión de todo el pueblo”. Es curioso que derivase hace un par de meses en que no pudiera reunirse nadie.
Pico de la curva. Este pico es el que había que desescalar.
Residencias. Antaño se llamaban “asilos”, pero la palabra, asociada a la beneficencia, cayó en desprestigio. “Residencia” vino después, con el negocio privado; y el sector público se sumó a la denominación para lavarse la cara con ella. Tal vez pronto haga falta un nuevo eufemismo a fin de tapar el recuerdo de los lugares donde murieron miles de personas sin recibir la atención debida.
Tasa de letalidad. Los conceptos más terribles necesitan tecnicismos como este para enfriarlos y que nos duelan menos.
Teletrabajo. Hace años, trabajar en un canal de televisión. En cambio, ahora ya
cualquiera trabaja en pantalla.
Test. Prueba, análisis, detección, control, examen. Test, no: cinco.
Vacuna. Viene de “vaca”. El francés Louis Pasteur (el de la leche pasteurizada) acuñó esta palabra (en inglés, vaccine) en el siglo XIX como homenaje a Edward Jenner, un médico rural inglés que la había utilizado en el siglo XVIII tras darse cuenta de que las mujeres que ordeñaban a las vacas no padecían la viruela humana, al quedar inmunizadas por algo que tenían los animales. Cuenta la leyenda que de ahí viene la expresión “es la leche”.
Virucida. Se lee mucho en los periódicos. Debería escribirse “viricida”, salvo que empecemos todos a decir “víruco”
Álex Grijelmo, 10 de mayo de 2020. "Diccionario amable de la pandemia"
No hay comentarios:
Publicar un comentario