Es ésta la última obra del prolífico Vargas Llosa (Alfaguara, Madrid, 2012), esta vez
un ensayo que se dirige al centro de la cultura occidental y al centro de los
problemas de las ideas en nuestra civilización. En definitiva una obra,
profunda, excelsa y excelente que se pregunta sobre la posibilidad de un fin de
la cultura, lo que tiene mucho que ver con un fin de nuestra civilización, y a
la que da una respuesta negativa. Hay como una especie de pesimismo y nostalgia
en la obra de Vargas Llosa. Comparto ese pesimismo y esa nostalgia. En el fondo
hay, aunque no aparezca, una crítica a la idea de progreso. Y eso al autor,
aunque parece que no es consciente de ello, le debe afectar bastante siendo un
liberal indomable que ha excedido en mucho, así pienso yo, las tesis de su
maestro Popper o Hayek. Pero, en fin, esto son los problemas que trae el adherirse
a creencias que son infundadas como lo es el neoliberalismo y el mito del
progreso. No es mi intención aquí hacer un resumen de la obra de Vargas Llosa,
lo que recomiendo encarecidamente es su lectura, así como el debate que se ha
generado en los medios de comunicación, tremendamente enriquecedor. Sino que lo
que yo voy a hacer serán una serie de reflexiones al hilo de las ideas del
autor que comparto en gran medida.
No sólo la cultura, la alta cultura a la que se refiere el
autor, se ha convertido en un espectáculo, con lo que ha perdido valor y se ha
trivializado, sino que es la propia civilización. Pero, curiosamente el mal
procede de las ideas que durante tanto tiempo ha defendido Vargas Llosa. Por
otro lado, hay que tener en cuenta que todo empieza y todo acaba. La cultura
occidental, nuestra civilización tuvo sus orígenes en Grecia, y después de unos
siglos de ocultamiento tiene su renacimiento y su culminación en la Ilustración. Pues
bien, precisamente esta Ilustración, o más bien, lo que llamo la perversión de la Ilustración, que es
cuando ésta endiosa a la razón y la convierte en absoluta e incuestionable, es la
causa del propio declive de Occidente y de su más alta cultura así como de los
productos éticos y políticos que de ella han emergido.
El desarrollo de las democracias liberales, después de la Segunda Guerra Mundial,
convertidas en neoliberales, después de la crisis de los setenta nos ha llevado
al triunfo del mercado sobre todo lo demás. Y es la ley del mercado la que lo
rige todo. Y al triunfar el mercado nos quedamos sin política ni ética. Todo
está sujeto a un valor de cambio. Y lo que se ha llamado la cultura o la alta
cultura va progresivamente desapareciendo porque carece de valor en el mercado.
Pero al neoliberalismo hay que asociarle una ideología, una falsa filosofía que
es la que nos permite vivir en este mundo esquizoide y maligno en el que
estamos sometidos al triunfo de la tecnobarbarie, me refiero al posmodernismo.
El posmodernismo es una filosofía maligna que justifica el mal, como ha
ocurrido con muchas otras. Entendemos aquí filosofía como visión del mundo y de
las relaciones del hombre con éste y con los demás, sin ninguna pretensión
academicista. Pues bien, el posmodernismo niega la existencia de valores
objetivos. Confunde lo objetivo con lo absoluto. Es una conquista de la Ilustración y de una
sana filosofía acabar con las verdades absolutas, pero confundir lo absoluto
con lo objetivo es dar el paso al relativismo, al todo vale, y con él al
nihilismo. Y esa ideología es la que le conviene al mercado, porque no exige
nada al ciudadano, todo lo contrario, el ciudadano mientras menos saber tenga,
mejor, y mientras más se crea que sabe, pues mejor y mientras más crea que
vivir en democracia y tener libertad de expresión es poder decir lo que se
quiera sobre cualquier cosa independientemente de mi saber, sino porque yo quiero
o me interesa, pues mejor para el poder del mercado. Y esto es así, porque de
esta manera lo que tendremos serán ciudadanos sumisos, agradecidos y
egocéntricos. Por otro lado, las sociedades hiperdesarrolladas han producido un
nivel tal de consumo que se confunde la naturaleza humana con el propio consumo
y el hombre se diluye en él. Confunde felicidad y realización personal con
consumo. Mientras que, por otro lado, ese consumo lo vuelve sobre sí mismo,
egocéntrico hedonista, y lo hace olvidarse del otro, del que sufre, del que
pasa hambre, de los problemas de la humanidad y de nuestro caos civilizatorio.
Por eso la cultura, siguiendo a nuestro autor, se ha convertido en un
espectáculo, la cultura ya no tiene sentido si no es desde el punto de vista
del espectáculo. Y, claro, el nivel de formación de los ciudadanos es mínimo,
cada vez menor. Se les forma alienantemente para convertirlos en instrumentos
de producción. El objetivo de la formación no es el convertirse en ciudadanos,
ni alcanzar la cultura superior, no conquistar los cimientos de la ciencia, ni
conocer la herencia de nuestro pasado que nos ha permitido conquistar la
ciencia, la técnica, la filosofía, el derecho, no. Nada de esto. El objetivo de
la educación es la adaptabilidad del sujeto a la sociedad en la que vivimos. Es
decir, nada de transformación. Ahora bien, con el bagaje educativo que pueden
llevar los alumnos poca capacidad de crítica y transformación pueden tener. Son
devorados por el sistema. Su ignorancia de lo que son, de dónde vienen y de
dónde pueden llegar a ir es supina. Y ya se ha encargado de ello el sistema
educativo. Cómo van a poder valorar la cultura. Imposible. La cultura se hace
plana, superficial y homogénea, como los grandes almacenes. Triunfa lo fácil,
lo que está a la vista. Pero esto es una pescadilla que se muerde la cola, si
el sistema de enseñanza produce ciudadanos aborregados interesados en adaptarse
al mundo que se les ofrece, por un lado, y si la cultura está fuera de su
alcance, porque ni siquiera saben que existe, viven como en un eterno presente
paradisíaco semiinconsciente, cómo van a tomar conciencia de que este mundo,
esta cultura, esta civilización se va al traste con sus grandes conquistas, sin
ocultar sus grandes perversiones, precisamente una de ellas es la que
comentamos y en la que, equivocadamente ha participado Vargas Llosa. Nuestro
autor ha sido un gran defensor de la libertad, la libertad como el máximo
valor, ahí coincido con él, pero resulta que políticamente esa libertad ha ido
desapareciendo y se ha convertido en la libertad del mercado, de los
especuladores y la sumisión inconsciente de los ciudadanos; además del destrozo
del planeta y la hambruna de casi la mitad de la población. Mal camino ha
seguido el liberalismo.
Por otro lado, la revolución digital y tecnológica está
transformando drásticamente el periodismo y la literatura, así como el ensayo y
los tratados, aunque estos menos. Internet, las redes sociales y los blogs
sustituyen a los verdaderos talentos y nos dan gato por liebre. Es cierto que
la información es infinitamente abundante, pero dispersa, inabarcable y, en
gran medida, obsoleta. Por otro lado, todo ello, producirá un cambio en nuestra
forma de acceder al conocimiento que, por un lado, nos dará nuevas facultades
pero perderemos otras. El progreso es un mito, no creo que la sociedad futura
sea mejor gracias a las nuevas tecnologías, sólo puedo decir que será
diferente. Y también, que tenemos una gran suerte la generación que nos ha
tocado vivir a caballo de las antiguas formas de aprender y acercarse a los
libros y a los múltiples usos de Internet, nos podremos quedar con lo mejor de
las dos cosas. Pero los que sólo se han formado en las nuevas tecnologías
tendrán unos cerebros estrictamente distintos, con amplificación de ciertas
capacidades y merma de otras. Lo malo, y es una sospecha, es que todo esto no
sea más que un juguete con el que entretener a la ciudadanía haciéndole pensar
que es participativa, que está informada, cuando realmente está profundamente
engañada.
Juan Pedro Viñuela,
profesor de Ética y Filosofía del IES "Meléndez Valdés".
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