Un otoño -muchos años atrás-, cuando más olían las
rosas y mayor sombra daban las acacias, un microbio muy conocido atacó, rudo y
voraz, a Ramón Camomila: la furia matrimonial.
-¡Hay un matrimonio próximo, pollos! -advirtió como
saludo a su amigo Manolo Romagoso cuando subían juntos al Casino y toparon con
los camaradas más íntimos.
-¿Un matrimonio?
-Un matrimonio, sí -corroboró Ramón.
-¿Tuyo?
-Mío.
-¿Con una muchacha?
-¡Claro! ¿Iba a anunciar mi boda con un cazador
furtivo?
-¿Y cuándo ocurrirá la cosa?
-Lo ignoro.
-¿Cómo?
-No conozco aún a la novia. Ahora voy a buscarla...
Y Ramón Camomila salió como una bala a buscar novia
por la ciudad.
A las dos horas conoció a Silvia, una chica algo
rubia, algo baja, algo gorda, algo sosa, algo rica y algo idiota; hija única y
suscriptora contumaz a La moda y la
Casa (publicación para muchachas sin novio).
Y al año, todos los amigos fuimos a la boda. ¡La
boda! ¡Bah!... Una boda como todas las bodas: galas blancas, azahar por todos
lados, alfombras, música sacra, bimbas, sonrisas, codazos, almohadón para
hincar las rodillas los novios y para hincar las rodillas los padrinos; lunch, sandwichs
duros como un fiscal...
Al onzavo sandwich hubo una fuga súbita por
la sacristía y un auto pasó raudo, y unos gritos brotaron:
-¡Adiós! ¡Adiós! ¡Vivan los novios! ¡Vivaaan!
Y los amigos cogimos otro sandwich -dozavo-
y otra copita. Y allí acabó la cosa.
Al contrario: allí daba principio.
Y al subir con su novia al auto fugitivo, vio
claro, vio clarísimo: ni amaba a Silvia, ni notaba inclinación ninguna al
matrimonio, ni sintió su alma con la vocación más mínima por construir un hogar
dichoso.
-¡Soy un idiota! -murmuró Ramón-. No valgo para
marido, y lo noto cuando ya soy ciudadano casado...
Y corroboró rabioso:
-¡Soy un idiota!
Silvia, arrinconada junto a Ramón, bajaba los ojos
con rubor, y al bajar los ojos subía dos mil grados la rabia masculina.
-¡Dios mío! -gruñía Ramón mirándola-. ¡Casado!
¡Casado con una niña insulsa como unas natillas!... No hay ya salvación para
mí..., ¡no la hay!
Incapaz para dominar su irritación, dirigió unas
palabras durísimas a Silvia.
-¡Prohibido fingir rubor y mirar a la alfombra!
-gritó. (Silvia miró al parabrisas con infantil docilidad).
Y Ramón añadió para su sayo, alumbrado por una
brusca solución:
-Voy a lograr su odio. Voy a obligarla a suplicar
un divorcio rápido. Poco valgo si no logro inspirarla asco con cuatro o cinco
burradas a cual más disparatada...
Y tal solución tranquilizó mucho a su alma.
Por lo pronto, al subir a la fotografía (visita clásica tras una boda), Ramón hizo la burrada inicial. Un fotógrafo modoso y finísimo abordó a Ramón y a Silvia.
-Grupo nupcial, ¿no? -indagó.
-Sí -dijo Ramón. Y añadió-: Con una variación.
-¿Cuál?
-La sustitución más original vista hasta ahora...
Novio por fotógrafo. Hoy hago yo la foto... ¡Viva la originalidad!
Y Ramón aproximó la máquina y advirtió al asombrado
fotógrafo:
-¡Vamos! Coja por la mano a la novia y sonría con
ilusión. La cara más alta... ¡Cuidado! ¡Así!... ¡Ya!
Ramón tiró la placa, y a continuación obligó al
pago al fotógrafo; guardó los duros y salió con Silvia orondo y dichoso.
-¡Al auto! -mandó. (Silvia ahora iba llorando)-.
¡La cosa marcha! -susurró Ramón.
Al otro día trasladaban sus organismos a Irún. (Lo clásico, asimismo, tras una boda.)
Ramón no quiso subir al vagón con Silvia.
-Yo viajo con los maquinistas -anunció-. Voy a la
locomotora... ¡Hasta la vista!
Y subió a la locomotora, y ocupó su actividad
ayudando a partir carbón. Al arribar a Irún había adquirido un magnífico color
antracita.
***
Ya allí, compró sus harapos a un sordomudo
andrajoso, vistió los harapos y marchó a la fonda a buscar a Silvia.
Y tocado con las ropas andrajosas anduvo por Irún,
acompañando a Silvia y cogido a su brazo mórbido y distinguido. Nutrido público
los miraba al pasar, asombrado.
-¡La cosa marcha! ¡La cosa marcha! -murmuraba
todavía Ramón-. Pronto rogará Silvia un divorcio total. Sigamos con las
burradas. Sigamos con la droga antimatrimonial, multiplicando la dosis.
***
Ramón vistió a continuación sus fracs más
maravillosos, y al pisar un salón, un dancing u otro lugar público acompañado
por Silvia, imitaba a los criados, y con un paño al brazo acudía solícito a
todas las llamadas.
Una mañana pintó sus párpados con barniz rojo.
***
Por fin lo trasladaron al manicomio.
Y Ramón asistió a su propia dicha: su contrato
matrimonial yacía roto y vivía imposibilitado para otra boda con otra Silvia...
Ventanilla de
cuentos corrientes, Madrid, 1930.
Extraído de Biblioteca Ciudad Seva:www.ciudadseva.com/bibcuent.htm
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