sábado, 19 de marzo de 2022

ARTÍCULOS PERIODÍSTICOS (MAGISTER DIXIT): PILAR GALÁN Y MANUEL VICENT




Leo entre el enojo y el hastío la tribuna de prensa de Jover y Linares, coautoras del nuevo currículo de Lengua castellana y Literatura, o sea, de lo que vamos a enseñar ya en septiembre. En su tribuna, entre otras lindezas indignas de quien ha trabajado en un centro educativo, dicen que los adolescentes odian la lectura por culpa de los profesores que se empeñan en hacerles leer a los clásicos a los catorce años.
Desconozco la edad de las autoras, ni el tiempo que pasaron dando clase o en qué instituto, pero sí conozco la realidad de los centros educativos de mi comunidad, y la labor de sus departamentos de Lengua y Literatura que se quiebran la cabeza cada año para ofrecer lecturas adecuadas a los alumnos de secundaria.

Ellas proponen Harry Potter y avanzan como algo novedoso que se proyecten películas, como si ese recurso no estuviera utilizándose ya en los centros hace décadas. Esto suena un poco a la invención de la rueda, una vez más, y a la defensa de las nuevas tecnologías que no son ya nuevas, y llevan usándose en nuestras aulas años y años. También suena un poco a defensa de la enésima reforma educativa que entre otros logros conseguirá que un alumno de primero de la ESO con doce años sepa ya que va a tener el mismo título tanto si se esfuerza como si no.
Entonces, qué más da lo que lea, qué más da lo que aprenda si puede elegir trabajar la mitad porque va a obtener lo mismo. Pero no quería hablar de la reforma, sino de la supuesta modernidad de creer que los clásicos son un peligro que aparta a los niños de la lectura.
 
Todo depende de cómo se den de leer y sobre todo de qué libros se elijan. El Lazarillo les gusta, una vez que se lo explicas, y las leyendas de Bécquer suelen atraparlos, igual que los cuentos de Poe. Y el teatro, la poesía, y hasta el pobre Quijote tan denostado por los adalides de la simpleza llegan a los alumnos sin problemas, solo hay que saber cómo. Se trata de leer capítulos escogidos o explicarlos. Leer el Quijote se ha convertido en la nueva lista de los reyes godos, como si la maravillosa facilidad con que Cervantes convierte nuestro idioma en un regalo fuera algo que debiéramos olvidar, por antiguo. Antiguo es también Delibes, por supuesto, y Cela, y Galdós, una rémora del pasado. no hablo, por aburrimiento, de que la culpa sea siempre de los profesores, como si en casa no se pudiera hacer nada por fomentar el gusto lector, pero sí estoy de acuerdo con que la literatura no puede ser solo un catálogo de obras y de autores. La solución a esto último es fácil: no nos obliguen a hacerlo.
Reduzcan los temarios, no pretendan que un alumno de segundo de Bachillerato ingiera y digiera a la vez un contenido que olvidará en cuanto acabe la selectividad. Y eso, las autoras del nuevo currículo podrían haberlo intentado. Vamos a centrarnos en pocos autores y pocas obras, vamos a hacerlo bien para poder leer sobre lo que estamos estudiando. En vez de eso, han elegido criticar a quienes tenemos que adaptarnos cada reforma a las locuras que nos vienen impuestas. Y aun así, los profesores que yo conozco, que son muchos, se parten la cabeza para dar de leer, para atrapar a los alumnos, y además para acabar los interminables temarios que, repito, no diseñamos nosotros.

Aun así, a pesar de la nueva inquisición que destruye sin construir nada a cambio, y de los intentos de hacernos creer que un chico de quince años no puede leer algo más complejo que Harry Potter, el sol no gira alrededor de la tierra y esta se mueve, vaya sí se mueve. Solo hay que alejarse de los despachos, y bajar los peldaños que llevan a cualquier aula donde Bécquer, A. González, Lorca y hasta Garcilaso siguen emocionando más que Maluma, y encima escriben mucho mejor, mal que les pese a algunos.

Pilar Galán Rodríguez, "Peligro. Clásicos sueltos", "El Periódico Extremadura", 17/03/2022.


"Una periodista sola en un mundo de hombres".Miguel de Unamuno decía que las tertulias literarias constituían desde el siglo XIX la verdadera universidad popular española. En este caso las aulas donde se impartían las clases eran algunos cafés históricos de Madrid, la mayoría desaparecidos, situados entre Sol y la Puerta de Alcalá. Alrededor de los veladores de mármol llenos de tazas con recuelos y copas de anís Machaquito, un grupo compuesto de periodistas, escritores, diputados, funcionarios y pasantes, bajo el humo de tabaco y el sonido de cucharillas, se dedicaban a intercambiar maledicencias, chascarrillos, opiniones literarias o políticas, normalmente a gritos, bajo la autoridad de un literato de prestigio que daba nombre a la tertulia. Cuando él hablaba, los demás callaban, como ocurría en clase. Esa era la regla.

Valle Inclán decía que el Café de Levante había ejercido más influencia en la literatura y en el arte contemporáneo que algunas universidades y academias. Era un café cantante, situado en la Puerta del Sol, donde, como dice la copla, “entre penas y alegrías cantaba la Zarzamora”, y allí se sentaban Baroja y Azorín a mediodía ante una zarzaparrilla a competir quien de los dos guardaba el silencio más profundo. En una esquina de Sol, en la planta baja del hotel París, estaba el café de la Montaña donde el periodista Manuel Bueno en medio de una disputa de endecasílabos le dio un bastonazo a Valle Inclán que le incrustó el gemelo en la muñeca y la gangrena obligó a cortarle el brazo.

La Fontana de Oro, el café Colonial y el Suizo eran botillerías asociadas a los nombres de Bécquer, de Galdós y de Rubén Darío. En sus peluches también asentó sus posaderas el propio Trotsky en 1916 de paso por Madrid, expulsado de Francia, camino de México. Un oscuro funcionario del Registro General del Notariado, llamado Manuel Azaña, intelectual adusto, escritor sin lectores, pesimista congénito, tímido e irónico regentaba la tertulia del hotel Regina, rodeado de conspiradores republicanos y al lado, en una esquina de la calle Peligros, se levantaba el café Fornos, donde imperaba el socialista Indalecio Prieto y entre las mesas dormitaba el perro Paco, que los domingos por propia cuenta se subía al tranvía y se iba a los toros y en media faena ante el regocijo del público salía a la arena y le ladraba al diestro si fallaba con el estoque. En la tertulia del café Pombo, de la calle Carretas, Ramón Gómez de la Serna ardía cada noche de sábado en su propia zarza. De él se decía, todo lo que piensa lo escribe, todo lo que escribe lo publica, todo lo que publica lo regala.

Valle Inclán vivía en la plaza del Progreso. Se levantaba de la cama a mediodía, sin que sus devotos supieran si había dormido con la larga barba de chivo dentro o fuera del embozo, un enigma que se llevó a la tumba. Durante toda la tarde se paseaba por varias tertulias hasta altas horas de la noche, por la Cacharrería del Ateneo, por el café del Prado, si bien tenía cátedra propia en la Granja del Henar. Allí solo se oía su voz ceceante y desgañitada, insolente y provocadora al borde siempre de la bofetada. A un joven advenedizo que no conocía las reglas y no paraba de hablar le dijo: “Oiga, joven, se va usted a pisar la lengua.” En el café Lyon, frente a Correos, confluían Bergamín, García Lorca y los poetas de la Generación del 27, ministros de la República y los falangistas en el sótano de la Ballena Alegre.

En 1930, una convulsión de pasiones contrarias estaba a punto de romper todas las costuras de la sociedad y el principal fermento de esta combustión era el Ateneo de Madrid, donde todas las ambiciones políticas y literarias realizaban el ensayo general cada día. Allí velaba las armas políticas e impuso su carácter duro, administrativo y cáustico Manuel Azaña, elegido presidente. En la Cacharrería se oía gritar a Valle Inclán contra el gobierno, cualquiera que fuera y allí la periodista Carabias, de 23 años, comenzó a describir en sus crónicas para los periódicos Ahora y La Voz todas las turbulencias que estaba viviendo de primera mano con una perspicacia extraordinaria. A Azaña le caía bien. A Baroja y a Valle Inclán también. Conocía por sus nombres a todos los personajes que poblaban los cafés literarios. Y de pronto los vendedores de periódicos el 14 de abril de 1931 comenzaron a vocear por las calles de Madrid: ¡Se ha proclamado la República, ha caído en la tertulia del Regina, en la de Azaña! El libro de Josefina Carabias, Azaña. Los que le llamábamos Don Manuel, publicado por Seix Barral, es una travesía de este político convertido de repente en una figura estelar de la historia de España, escrita por la periodista en los últimos años de su vida desde una memoria evanescente. El humo de aquel Madrid republicano, en el que el aguardiente de las tertulias literarias se iba convirtiendo en un odio fratricida está descrito con una precisión analítica a la distancia corta por esta periodista que se paseó sola, por primera vez, con un desenfado inteligente en un mundo de hombres.

Manuel Vicent, El País, 13/3/2021

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